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jueves, 2 de agosto de 2012

Matar a un Niño



Por Stig Dagerman
Es un día suave y el sol esta oblicuo sobre la llanura. Pronto sonarán las campanas, porque es domingo. Entre dos campos de centeno, dos jóvenes han hallado una senda por la que nunca fueron antes, y en los 3 pueblos de la planicie resplandecen los vidrios de las ventanas. Algunos hombres se afeitan frente a los espejos en las mesas de las cocinas, las mujeres cortan pan para el café, canturreando, y los niños están sentados en el suelo y abrochan sus blusas. Es la mañana feliz de un día desgraciado, porque este día un niño será muerto, en el tercer pueblo, por un hombre feliz. Todavía el niño está sentado en el suelo y abrocha su camisa, y el hombre que se afeita dice que hoy harán un paseo en bote por el riachuelo, y la mujer canturrea y coloca el pan, recién cortado, en un plato azul. Ninguna sombra atraviesa la cocina, y, sin embargo, el hombre que matará al niño está al lado de la bomba de bencina roja, en el primer pueblo. Es un hombre feliz que mira en una cámara, y en el cristal ve un pequeño carro azul, y a su lado a una muchacha que ríe. Mientras la muchacha ríe y el hombre toma la hermosa fotografía, el vendedor de bencina ajusta la tapa del tanque y asegura que tendrán un bonito día. La muchacha se sienta en el carro, y el hombre que matará al niño saca su billetera del bolsillo y comenta que viajarán hasta el mar, y en el mar pedirán prestado un bote y remarán lejos, muy lejos. A través de los vidrios bajados, oye la muchacha, en el asiento delantero, lo que él habla; ella cierra los ojos, ve el mar y al hombre junto a sí en el bote. No es ningún hombre malo, es alegre y feliz, y antes de entrar en el carro se detiene un instante frente al radiador que centellea al sol, y se goza del brillo y del olor de bencina y de ciruelo silvestre. No cae ninguna sombra sobre el carro, y el refulgente parachoques no tiene ninguna abolladura y no está rojo de sangre.
Pero, al mismo tiempo que, en el primer pueblo, el hombre cierra la puerta izquierda del carro y tira el botón de arranque, en el tercer pueblo, la mujer abre su alacena, en la cocina, y no encuentra el azúcar. El niño, que ha abrochado su camisa y que ha amarrado los cordones de sus zapatos, está de rodillas en el sofá y contempla el riachuelo que serpentea entre los alisos, y el negro bote que está medio varado sobre el pasto. El hombre que perderá a su hijo está recién afeitado y, en ese momento, pliega el soporte del espejo. En la mesa, las tazas de café, el pan, la crema y las moscas. Sólo el azúcar falta, y la madre ordena a su hijo que corra donde los Larsson y pida prestados algunos terrones. Y mientras el niño abre la puerta, le grita el padre que se dé prisa, porque el bote espera en la ribera. Remarán tan lejos como nunca antes remaron. Cuando el niño corre a través del jardín, en todo momento piensa en el riachuelo y en los peces que saltan, y nadie le susurra que sólo le quedan 8 minutos para vivir y que el bote permanecerá allí donde está todo el día y muchos otros días. No es lejos lo de los Larsson: únicamente cruzar el camino, y mientras el niño corre atravesándolo, el pequeño carro azul entra en el otro pueblo. Es un pueblo pequeño con pequeñas casas rojas, con gente que acaba de despertar, que está en su cocina con las tazas de café levantadas y observan al carro venir por el otro lado del seto con grandes nubes de polvo detrás de sí. Va muy rápido, y el hombre en el carro ve cómo los álamos y los postes de telégrafo, recién alquitranados, pasan como sombras grises. Sopla verano por la ventanilla. Salen velozmente del pueblo. El carro se mantiene seguro en medio del camino. Están solos todavía. Es placentero viajar completamente solos por un liso y ancho camino, y a campo abierto es mucho mejor aún. El hombre es feliz y fuerte, y en el codo derecho siente el cuerpo de su futura mujer. No es ningún hombre malo. Tiene prisa por alcanzar el mar. No sería capaz de matar a una mosca, pero sin embargo, pronto matará a un niño. Mientras avanzan hacía el tercer pueblo, cierra la muchacha otra vez los ojos y juega que no los abrirá hasta que puedan ver el mar, y al compás de los muelles tumbos del carro, sueña en lo terso que estará.
¿Por qué la vida está construida con tanta crueldad, que un minuto antes de que un hombre feliz mate a un niño, todavía es feliz y un minuto antes de que una mujer grite de horror, puede cerrar los ojos y soñar en el ancho mar, y durante el último minuto de la vida de un niño pueden sus padres estar sentados en una cocina y esperar el azúcar y hablar sobre los dientes blancos de su hijo y sobre un paseo en bote, y el niño mismo puede cerrar una verja y empezar a atravesar un camino con algunos terrones en la mano derecha envueltos en papel blanco; y durante este último minuto no ver otra cosa que un largo y brillante riachuelo con grandes peces y un ancho bote con callados remos ?
Después, todo es demasiado tarde. Después, está un carro azul al sesgo en el camino, y una mujer que grita retira la mano de la boca, y la mano sangra. Después, un hombre abre la puerta de un coche y trata de mantenerse en pie, aunque tiene un abismo de terror dentro de sí. Después hay algunos terrones de azúcar blanca desparramados absurdamente entre la sangre y la arenilla, y un niño yace inmóvil boca abajo, con la cara duramente apretada contra el camino. Después, llegan dos lívidas personas que todavía no han podido beber su café, que salen corriendo desde la verja y ven en el camino un espectáculo que jamás olvidarán.
-Porque no es verdad que el tiempo cure todas las heridas-. El tiempo no cura la herida de un niño muerto y cura muy mal el dolor de una madre que olvidó comprar azúcar y mandó a su hijo a través del camino para pedirla prestada; e igualmente, mal cura la congoja del hombre feliz, que lo mató..
Porque el que ha matado a un niño, no va al mar. El que ha matado a un Niño vuelve lentamente a casa en medio del silencio, y junto a sí lleva una mujer muda con la mano vendada; y en todos los pueblos por los que pasan ven que no hay ni una sola persona alegre. Todas las sombras son más oscuras, y cuando se separan todavía es en silencio; y el hombre que ha matado a un niño sabe que este silencio es su enemigo, y que va a tener que necesitar años de su vida para vencerlo, gritando que no fue su culpa. Pero sabe que esto es mentira, y en sus sueños de las noches deseará en cambio tener un solo minuto de su vida pasada para "hacer este solo minuto diferente".
Pero tan cruel es la vida para el que ha matado a un niño, que después todo es demasiado tarde.

Una casa para siempre



Por Enrique Vila-Matas




De mi madre siempre supe poco. Alguien la mató en la casa de Barcelona, dos días después de que yo naciera. El crimen fue todo un misterio que creí dar por resuelto el día en que cumplí veinte años, y mi padre, desde su lecho de muerte, reclamó mi presencia y me dijo que, por desconfianza a los adjetivos, estaba aproximándose al momento en que enmudecería radicalmente, pero que antes deseaba contarme algo que juzgaba importante que yo supiera.
-Incluso las palabras nos abandonan -recuerdo que dijo-, y con eso está dicho todo, pero antes debes saber que tu madre murió porque yo así lo dispuse.
Pensé de inmediato en un asesino a sueldo y, pasados los primeros instantes de perplejidad, comencé a dar por cierto lo que mi padre estaba confesando. Cada vez que pensaba en el hacha ensangrentada sentía que el mundo se hundía a mis pies y que atrás quedaban, patéticamente dibujadas para siempre, las escenas de alegría y plenitud que me había hecho idealizar la figura paterna y forjar la imagen mítica de un hombre siempre levantado antes de la aurora, en pijama, con los hombros cubiertos por un chal, el cigarrillo entre los dedos, los ojos fijos en la veleta de una chimenea, mirando nacer el día, entregándose con implacable regularidad y con monstruosa perseverancia al rito solitario de crear su propio lenguaje a través de la escritura de un libro de memorias o inventario de nostalgias que siempre pensé que, a su muerte, pasaría a formar parte de mi tierna aunque pavorosa herencia.
Pero aquel día de cumpleaños, en Port de la Selva, se fugó de esa herencia todo instinto de ternura y tan sólo conocí el pavor, el terror infinito de pensar que, junto al inventario, mi padre me legaba el sorprendente relato de un crimen cuyo origen más remoto, dijo él, debía situarse en los primeros días de abril de 1945, un año antes de que yo naciera, cuando sintiéndose él todavía joven y con ánimos de emprender, tras dos rotundos fracasos, una tercera aventura matrimonial, escribió una carta a una joven ampurdanesa que había conocido casualmente en Figueras y que le había parecido que reunía todas las condiciones para hacerle feliz, pues no sólo era pobre y huérfana, lo que a él le facilitaba las cosas, ya que podía protegerla y ofrecerle una notable fortuna económica, sino que, además, era hermosa, muy dulce, tenía el labio inferior más sensual del universo y, sobre todo, era extraordinariamente ingenua y servil, es decir, que poseía un gran sentido de la subordinación al hombre, algo que él, a causa de sus dos anteriores infiernos conyugales, valoraba muy especialmente.
Había que tener en cuenta que su primera esposa, por ejemplo, le había mutilado, en un insólito ataque de furia, una oreja. Mi padre había sido tan desdichado en sus anteriores matrimonios que a nadie debe sorprenderle que, a la hora de buscar una tercera mujer, quisiera que ésta fuera dulce y servil.
Mi madre reunía esas condiciones, y él sabía que una simple carta, cuidadosamente redactada, podría parla. Y así fue. La carta era tan apasionada y estaba tan hábilmente escrita que mi madre no tardó en sentarse en Barcelona. En el centro de un laberinto de callejuelas del Barrio Gótico llamó a la puerta del viejo y ennegrecido palacio de mi padre, quien al parecer no pudo ni quiso disimular su gran emoción al verla allí en el portal, sosteniendo bajo la lluvia un maletín azul que dejó caer sobre la alfombra al tiempo que, con humilde y temblorosa voz de huérfana, preguntaba si podía pasar.
-Que aquel día llovía en Barcelona -me dijo padre desde su lecho de muerte-, es algo que nunca pude olvidar, porque cuando la vi cruzar el umbral me pareció que la lluvia era salvaje en sus caderas y me sentí dominado por el impulso erótico más intenso de mi vida.
Ese impulso parecía no tener ya límites cuando ella le dijo que era una experta en el arte de bailar la tirana, una danza medieval española en desuso. Seducido por ese ligero anacronismo, mi padre ordenó que de inmediato se ejecutara aquel arte, lo que mi madre, ansiosa de complacerle en todo y con creces, realizó encantada y hasta la extenuación, acabando rendida en los brazos de quien, sin el menor asomo de cualquier duda, le ordenó cariñosamente que se casara cuanto antes con él.
Y aquella misma noche durmieron juntos, y mi padre, dominado por esa suprema cursilería que acompaña a ciertos enamoramientos, tuvo la impresión de que, tal como había imaginado, acostarse con ella era como hacerlo con un pájaro, pues gorjeaba y cantaba en la almohada, y le pareció que ninguna voz cantaba como la de ella y que incluso sus huesos, como su labio inferior y sus cantos, eran frágiles como los de un pájaro.
-Y esa misma noche, bajo el rumor de la lluvia barcelonesa, te engendramos -me dijo de repente mi padre con los ojos muy desorbitados.
Un lento suspiro, siempre tan inquietante en un moribundo, precedió a la exigencia de un vaso de vodka. Me negué a dárselo, pero al amenazar con no proseguir su relato, por pura precaución ante el posible cumplimiento de la amenaza, fui casi corriendo a la cocina y, procurando que tía Consuelo no lo viera, llené de vodka dos vasos. Hoy sé que todas mi precauciones eran absurdas porque en aquellos momentos tía Consuelo sólo vivía para alimentar su intriga ante un cuadro oscuro del salón que representaba la coquetería celestial de unos ángeles al hacer uso de una escalera; sólo vivía para ese cuadro, y muy probablemente esa obsesión le distraía de otra: la constante angustia de saber que su hermano, acosado por aquella suave pero implacable enfermedad, se estaba muriendo. En cuanto a él, en aquellos momentos sólo vivía para alimentar la ilusión de su relato.
Cuando hubo saciado su sed, mi padre pasó a contar que el viaje de miel tuvo dos escenarios, Estambul y El Cairo, y que fue en la ciudad turca donde advirtió la primera anomalía en la conducta de su dulce y servil esposa. Yo, por mi parte, advertí la primera anomalía en el relato de mi padre, ya que estaba confundiendo esas dos ciudades con París y Londres, pero preferí no interrumpirle cuando oí que me decía que la anomalía de mi madre no era exactamente un defecto, sino algo así como una peculiar manía. A ella le gustaba coleccionar panes.
En Estambul, ya desde el primer momento, entrar en las panaderías se convirtió en un extraño deporte. Compraban panes que eran perfectamente inútiles, pues no estaban destinados a ser devorados sino más bien a elevar el peso de la gran bolsa en la que reposaba la colección de mi madre. Muy pronto, él protestó y preguntó con notable crispación a qué obedecía aquella rara adoración al pan.
-Algo tiene que comer la tropa -respondió escuetamente mi madre, sonriéndole como quien le sigue la corriente a un loco.
-Pero Diana, ¿qué clase de broma es ésta? –balbuceó desconcertado mi padre.
-Me parece que eres tú quien está bromeando esas preguntas tan absurdas -contestó ella con cierto aire de ausencia y esbozando la suave y soñadora mirada de los miopes.
Siete días, según mi padre, estuvieron en Estambul, y eran unos cuarenta los panes que mi madre llevaba en su gran bolsa cuando llegaron a El Cairo. Como era hora avanzada de la noche, él marchaba feliz sabiéndose a salvo de las panaderías cairotas, e incluso se ofreció a llevar la bolsa. No sabía que aquéllas iban a ser sus últimas horas de felicidad conyugal.
Cenaron en un barco anclado en el Nilo y acabaron bailando, entre copas de champán rosado ya la luz de la luna, en la terraza de la habitación del hotel. Pero horas después mi padre despertó en mitad de la noche cairota y descubrió con gran sorpresa que mi madre era sonámbula y estaba bailando frenéticas tiranas sobre el sofá. Trató de no perder la calma y aguardó pacientemente a que ella, totalmente extenuada, regresara al lecho y se sumergiera en el sueño más profundo. Pero cuando esto ocurrió, nuevos motivos de alarma se añadieron a los anteriores. De repente mi madre, hablando dormida, se giró hacia él y le dijo algo que, a todas luces, sonó como una tajante e implacable orden:
-A formar.
Mi padre aún no había salido de su asombro cuando oyó:
-Media vuelta. Rompan filas.
No pudo dormir en toda la noche y llegó a sospechar que su mujer, en sueños, le engañaba con un regimiento entero. A la mañana siguiente, afrontar la realidad significaba, por parte de mi padre, aceptar que en el transcurso de las últimas horas ella había bailado tiranas y se había comportado como un general perturbado al que sólo parecía interesarle dar órdenes y repartir panes entre la tropa. Quedaba el consuelo de que, durante el día, su esposa seguía siendo tan dulce y servil como de costumbre. Pero ése no era un gran consuelo, pues si bien en las noches cairotas que siguieron no reapareció el tiránico sonambulismo, lo cierto es que fueron en aumento y, de forma cada vez más enérgica, las órdenes.
-Y el toque de Diana -me dijo mi padre- comenzó a convertirse en un auténtico calvario, pues cada día, minutos antes de despertarse, los resoplidos que seguían a los ronquidos de tu madre parecían imitar el sonido inconfundible de una trompeta al amanecer.
¿Deliraba ya mi padre? Todo lo contrario. Era muy consciente de lo que estaba narrando y, además, resultaba impresionante ver cómo, a las puertas de la muerte, mantenía íntegro su habitual sentido del humor. ¿Inventaba? Tal vez y, por ello, probé a mirarle con ojos incrédulos, pero no pareció nada afectado y siguió, serio e inmutable, con su relato.
Contó que cuando ella despertaba volvía a ser la esposa dulce y servil, aunque de vez en cuando, cerca de una panadería o simplemente paseando por la calle, se le escapaban extrañas miradas melancólicas dirigidas a los militares que, en aquel El Cairo en pie de guerra, hacían guardia tras las barricadas levantadas junto al Nilo. Una mañana incluso ensayó algunos pasos de tirana frente a los soldados.
Más de una vez mi padre se sintió tentado de encarar directamente el problema hablando con ella y diciéndole por ejemplo:
-Tienes como mínimo una doble personalidad. Eres sonámbula y, además de bailar tiranas sobre los sofás, conviertes el lecho conyugal en un campo de instrucción militar.
No le dijo nada porque temió que si hablaba con ella de todo eso tal vez fuera perjudicial y lo único que lograra sería ponerla en la pista de un rasgo oculto de su carácter: ciertas dotes de mando. Pero, un día, paseando en camello junto a las pirámides, mi padre cometió el error de sugerirle el argumento de un relato breve que había proyectado escribir:
-Mira, Diana. Es la historia de un matrimonio muy bien avenido, me atrevería a decir que ejemplar. Como todas las historias felices, no tendría demasiado interés de no ser porque ella, todas las noches, se transforma, en sueños, en un militar.
Aún no había acabado la frase cuando mi madre pidió que la bajaran del camello y, tras lanzarle una mirada de desafío, le ordenó que llevara la bolsa de los panes turcos y egipcios. Mi padre quedó aterrado porque comprendió que, a partir de aquel momento, no sólo estaba condenado a cargar con la pesadilla del trigo extranjero, sino que además recibiría orden tras orden.
En el viaje de regreso a Barcelona mi madre mandaba ya con tal autoridad que él acabó confundiéndola con un general de la Legión Extranjera, y lo más curioso fue que ella pareció, desde el primer momento, identificarse plenamente con ese papel, pues se quedó como ausente y dijo que se sentía perdida en un universo adornado con pesados tapetes argelinos, con filtros para templar el pastís y el ajenjo y narguilés para el kif, escudriñando el horizonte del desierto desde la noche luminosa de la aldea enclavada en el oasis.
Ya su llegada a Barcelona, ya instalados en el viejo palacio del Barrio Gótico, los amigos que fueron a visitarles se llevaron una gran sorpresa al verla a ella fumando como un hombre, con el cigarrillo humeante y pendiente de la comisura de los labios, y verle a él con las facciones embotadas y tersas como los guijarros pulidos por la marejada, medio ciego por el sol del desierto y convertido en un viejo legionario que repasaba trasnochados diarios coloniales.
-Tu madre era un general -concluyó mi padre-, y no tuve más remedio que ganar la batalla contratando a alguien para que la matara. Pero eso sí, aguardé a que nacieras, porque deseaba tener un descendiente. Siempre confié en que, el día en que te confesara el crimen, tú sabrías comprenderme.
Lo único que yo, a esas alturas del relato, comprendía perfectamente era que mi padre, en una actitud admirable en quien está al borde de la muerte, estaba inventando sin cesar, fiel a su constante necesidad de fabular. Ni la proximidad de la muerte le retraía de su gusto por inventar historias. y tuve la impresión de que deseaba legarme la casa de la ficción y la gracia de habitar en ella para siempre. Por eso, subiéndome en marcha a su carruaje de palabras, le dije de repente:
-Sin duda me confunde usted con otro. Yo no soy su hijo. Y en cuanto a tía Consuelo no es más que un personaje inventado por mí.
Me miró con cierta desazón hasta que por fin reaccionó. Vivamente emocionado, me apretó la mano y me dedicó una sonrisa feliz, la de quien está convencido de que su mensaje ha llegado a buen puerto. Junto al inventario de nostalgias, acababa de legarme la casa de las sombras eternas.
Mi padre, que en otros tiempos había creído en tantas y tantas cosas para acabar desconfiando de todas ellas, me dejaba una única y definitiva fe: la de creer en una ficción que se sabe como ficción, saber que no existe nada más y que la exquisita verdad consiste en ser consciente de que se trata de una ficción y, sabiéndolo, creer en ella.

jueves, 17 de mayo de 2012



El sombrero blanco

Perla DÍAZ VELASCO





El sonido incesante del tren, ensordecedor y repetitivo me arrullaba. Llega un momento en que uno deja de escuchar cuando hay tanto ruido, hasta que se nulifica y se convierte en una música de fondo…
Durante la primera parte de la travesía estuve solo, fueron 6 horas en las que dormí a pierna suelta; sé que ronco porque yo mismo me he despertado, entonces estar solo me dio la confianza de dormir sin penas y sin sobresaltos. Estaba cansado. Las dos semanas anteriores las había pasado en misiones en Veracruz, que se había inundado por un huracán; como sacerdote, pude haberme quedado con mi labor de confesión únicamente, pero no soy una persona que se pueda quedar sentado, así que estuve ayudando, dando un par de brazos, todavía fuertes, y eso, a mi edad, ya cansa.
Pasada la crisis, iba de regreso, y la verdad sea dicha, fue una bendición estar solo en ese pequeño cuarto que servía de camarote para los viajeros fatigados. Entre sueño y sueño pensaba si las casualidades pueden nutrir nuestras vidas, y si todo eso era a lo que, obstinadamente, llamábamos Dios. Y por lo tanto, si mi propia vida tenía el sentido que yo insistía en darle.
En la llegada a Puebla mi descanso se vio interrumpido. Un anciano se asomó por la ventana interior del ferrocarril, me miró con recelo y luego entró sin llamar.
-Buen día- dijo con voz ronca.
-Buen día- contesté yo, enderezándome a mi pesar.
EL hombre vestía con un traje que evidenciaba su posición social. El sombrero blanco que llevaba, calculé, podía costar más que todo lo que yo pudiera traer conmigo.
Se sentó colocando el sombrero a un lado, me miró de frente y noté cierto reto en sus ojos.
-¿Va a México?
-Sí- dije.
-Yo también. Es sacerdote.- afirmó.
-Sí- contesté sin darle importancia al tono de su voz. Me miró de arriba abajo y desvió su mirada hacia el paisaje que pasaba veloz atrás de la ventana. Así pasaron dos horas de incómodo silencio, hasta que el anciano volvió a dirigirme la palabra.
-Yo soy general.
-¡Ah!- exclamé sin inmutarme. Silencio nuevamente, luego clavó sus ojos en los míos.
-Fui general en tiempos de Calles…
Comprendí en ese momento la situación. Era un general que luchó contra los Cristeros; estaba sentado frente a un asesino de sacerdotes.
Sentí cómo se me crispó la quijada y fui yo el que desvió esta vez la mirada hacia la ventana.
Otra hora de silencio, cada segundo más incómodo.
-¿Y… duerme tranquilo?- rompí el silencio. El hombre me miró sorprendido.
-No soy un asesino…
-¿No?- le contesté incrédulo y sin ironía en mi voz.
-¡No!- repuso tajante- sólo he cumplido con el papel que me fue impuesto.
-Y que usted aceptó.
-Alguien debía hacerlo; y lo hice lo mejor que pude.
En ese momento noté que el anciano, aunque de manera recia, trataba de justificar sus propias acciones; me pregunté si influía en algo mi profesión.
-Comencé muy joven- empezó a narrar, no estoy seguro si para mí o para sí mismo, pues rara vez me miró a lo largo del resto del viaje. Hablaba por pausas, dejando silencios de minutos, y en ocasiones hasta de horas entre comentario y comentario.
-Nací en un pueblo donde la religión es parte fundamental de la vida, tenía tres tíos sacerdotes y cuatro religiosas. Ahí se mama la fe en Dios, no es que la gente se pregunte nada; se nace con ella.
¿Estaba diciéndome que él creía en Dios? Me pregunté en silencio.
-Mis padres me dieron estudios, y cuando hubo que poner orden, no fue difícil conseguir un buen lugar en el gobierno; luego, las cosas comenzaron a ponerse feas. Calles no se andaba con tarugadas, había que hacer que las cosas anduvieran derechas, y yo estaba ahí, no había para dónde hacerse. Además, los hijos de puta que mandaban de la capital, esos si no tenían madre, hubiera sido peor, mucho peor.
El hombre estaba hundido en sus recuerdos.
-Sí, es cierto, hubieron cosas, encrucijadas, un chingo de muertos, todos esos que cada noche, al cerrar los ojos, me acompañan.
-Muchas veces me pregunté por qué Dios me puso ahí, soy un hombre fuerte, pero jamás pensé que tuviera que derramar a mi propia sangre por cumplir…
-“No hay autoridad que no venga de Dios”- pensé en voz alta, él me miró con brillo en los ojos y dijo con presteza.
-Romanos 13, 1. “No tendrías ningún poder sobre mí si no lo hubieras recibido de lo alto” Juan 19, 11.
Me pregunté cuántos años habría buscado en la Biblia la manera de justificar sus actos y sus decisiones.
-Muchas veces arriesgué todo, hasta los huevos- rió- ¿y sabe qué me salvó?
Lo miré interrogante. Él palmeó el sombrero que tenía al lado.
-¿El sombrero?- dije sorprendido.
-Las cosas no son lo que aparentan; este sombrero blanco fue mi salvo conducto en las balaceras. Al frente de todos los regimientos que venían de la capital fui siempre yo. Pero me pregunto, ¿no todos somos hijos de Dios?, ¿entonces?, ¿qué es más pecado?, ¿matar a tu sangre o derramar sangre desconocida?
Reconocí el camino de llegada a la capital, como hacía un rato que estaba callado, me levanté tratando de respetar sus pensamientos, fui a orinar. Al regresar el hombre parecía dormitar.
Llegamos a la terminal. Entonces me atreví a tocarle el hombro.
-Ya llegamos. ¿No va a bajar?
Él cayó hacia un lado. En silencio, lo recosté, cerré completamente sus ojos y le di la extremaunción.
Esa noche, en la soledad de mi cuarto comprendí que no había casualidades. Dios unió a ese general conmigo, para darnos una respuesta a ambos, para abrir nuestro camino hacia la luz.

Perla DÍAZ VELASCO
México DF, México

lunes, 30 de abril de 2012

Preludio para desnudar a una mujer

Vicente Quirarte


Preludio 
para desnudar a una mujer

Que esté, de preferencia, muy vestida.
Por eso es importante que las medias
sigan cada contorno de sus muslos: que disfruten
la pericia, el estilo del tornero
que supo darles curva de manzana,
maduración de fruto al punto de caída.
Goza de la tela perfumada
encima de los jabones y los ríos.
Acaríciala encima: su vestido
es la piel que ha elegido para darte.
Primero las caderas:
es la estación donde mejor preparas
el viaje y sus sorpresas. Cierra los ojos.
ya has pasado el estrecho peligroso
que los manuales llaman la cintura
y tus manos se cierran en los pechos:
cómo saben mirar, las ciegas sabias,
el encaje barroco de la cárcel
que apenas aprisiona dos venados
encendidos al ritmo de la sangre.
Si los broches y el tiempo lo permiten,
anula esa defensa: mientras miras sus ojos
deslízale el sostén. Y si protesta
es tiempo de estrecharla.
Acércala a tu boca y en su oído
dile de las palabras que son mutuas.
En un ritmo creciente, pero lento,
trabaja con los cierres, las hebillas,
los bastiones postreros de la plaza.
Aléjate y admírala: es un fruto
que pronto será parte de tu cuerpo
y tu sed de morderla es tan urgente
como la del fruto que anhela ser comido.
Has esperado mucho
Y tienes derecho a la violencia.
Deja que la batalla continúe
y que el amor condene a quien claudique.

                               

Ariel Montoya


           Tarde

A Ruth Eugenia Jirón Torres
He filtrado a la tarde
el sitio donde tu figura suspendió el tiempo.
El escondite
donde los calendarios estrujaron
las citas mañaneras
-tempranas ejecuciones de los veinte
y principios-.
En tu último vestido lila,
se detallan bordados los signos alucinantes
de un tráfico de estrellas,
espectacularmente solidarias
con los preceptos
de mi memoria
más virgen que tu primer compromiso con la aurora.
Junto a la avenida principal
de tu paisaje
he concertado una cita
a lo largo y ancho de este instante,
para que este amor
trepe vertical más arriba de los tejados
y donde vos y yo cada noche,
apaguemos el botón
indiscreto de la luna
para meternos en nuestro abrazo.
He filtrado a la ciudad
tu nombre,
y una caravana
de pedernales
se ha desparramado
por sus calles.
He filtrado a la tarde el sitio
donde tu figura suspendió el tiempo,
y el presente
es una emboscada
luminosa
perpetuada de eternidad.

sábado, 28 de abril de 2012

Guillaume Apollinaire


El adiós


Recogí esta brizna en la nieve
Recuerda aquel otoño
                                       En breve
No nos veremos más
                                       Yo muero
Olor del tiempo brizna leve
Recuerda siempre que te espero

Versión de Andrés Holguín


viernes, 27 de abril de 2012

Ariel Montoya



                                Verguenza
Nunca llegaste a través de la tarjeta postal
ni me anunciaron con pretextos saludos
que tu palabra
tu canto y tu persuasivo aliento de prodigioso olor
rondaba inadvertido entre milagros.
Me reconozco culpable de que jamás mi exilio se
consoló con tu recuerdo.
Cómo se nos fueron los años,
cómo se te desgranó la inocencia
cómo has germinado en madre, en mujer. En otra.
Cómo yo también me fui a través del tiempo esculpiendo
en anónimos rostros hasta esta otra cara que hoy te enfrenta.
Casi niños,
se nos cuajó el deseo en verdes besos
que después maduraron en la frontera de otros labios.
No podría imaginarte como eras antes,
no podría mañana, imaginarte como eras ahora
¡no nos habita ningún presente puro!
para esta vergüenza de apagados y moribundos rubores.



Voy a nombrar las cosas

VOY A NOMBRAR LAS COSAS

Voy a nombrar las cosas, los sonoros altos que ven el festejar del viento,los portales profundos, las mamparas cerradas a la sombra y al silencio.


 Y el interior sagrado, la penumbra que surcan los oficios polvorientos,la madera del hombre, la nocturna madera de mi cuerpo cuando duermo.


 Y la pobreza del lugar, y el polvo en que testaron las huellas de mi padre,sitios de piedra decidida y limpia, despojados de sombra, siempre iguales.


Sin olvidar la compasión del fuego en la intemperie del solar distante ni el sacramento gozoso de la lluvia en el humilde cáliz de mi parque.


Ni el estupendo muro, mediodía,terso y añil e interminable.


Con la mirada inmóvil del verano mi cariño sabrá de las veredas por donde huyen los ávidos domingos y regresan, ya lunes, cabizbajos.


 Y nombraré las cosas, tan despacio
que cuando pierda el Paraíso de mi  calle y mis olvidos me la vuelvan sueño,pueda llamarla de pronto con el alba.


Eliseo Diego

Elíseo Diego



Asombro


Me asombran las hormigas que al ir vienen
tan seguras de sí que me dan miedo
porque están donde van sin más preguntas
y aunque asomos de vida son perfectas
si minúsculas máquinas que saben
el dónde y el adónde que les toca
y a la muerte la ignoran como a nada
si no fuese tan útil instrumento
con que hacer de lo inerme nueva vida.

Pero aunque agrande su minucia viva
el azoro redondo en que las miro
y me apena que no se sepan nunca
tal como son en su afanarse oscuro
ya tan inmemorial como la Tierra

más me asombra mi pena y me convence
de que saberse el ser bien que la vale
aun cuando el precio sea tan alto como
el enorme silencio de allá afuera.